jeudi 7 août 2014

Doctrina política clara y católica

Sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en nuestro tiempo hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar "que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin preocuparse para nada de la religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera religión y las falsas". Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que "la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija". Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura, esto es, que "la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad -ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera-, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma". Al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición, y que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca faltará quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la locuacidad de la sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta vanidad tan dañosa.
 
Y como, cuando en la sociedad civil es desterrada la religión y aún repudiada la doctrina y autoridad de la misma revelación, también se oscurece y aun se pierde la verdadera idea de la justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la violencia, claramente se ve por qué ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que “la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho”. Pero ¿quién no ve y no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? Por ello, esos hombres, con odio verdaderamente cruel, persiguen a las Órdenes Religiosas, tan beneméritas de la sociedad cristiana, civil y aun literaria, y gritan blasfemos que aquellas no tienen razón alguna de existir, haciéndose así eco de los errores de los herejes. Como sabiamente lo enseñó Nuestro Predecesor, de v. m., Pío VI, “la abolición de las Órdenes Religiosas hiere al estado de la profesión pública de seguir los consejos evangélicos; hiere a una manera de vivir recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente, ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por Dios”. Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de “hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad”, y que debe “abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras serviles, para dar culto a Dios”: con suma falacia pretenden que aquella facultad y esta ley “se hallan en oposición a los postulados de una verdadera economía política”. Y, no contentos con que la religión sea alejada de la sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar.
Apoyándose en el funestísimo error del comunismo y socialismo, aseguran que “la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la educación”. Con esas máximas tan impías como sus tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a la saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción y educación de la juventud, para así inficionar y depravar míseramente las tiernas e inconstantes almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios. En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, siempre hicieron converger todos sus criminales proyectos, actividad y esfuerzo -como ya más arriba dijimos- a engañar y pervertir la inexperta juventud, colocando todas sus esperanzas en la corrupción de la misma. Esta es la razón por qué el clero -el secular y el regular-, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos, así en el orden religioso como en el civil y literario, es objeto de sus más nefandas persecuciones; y andan diciendo que ese Clero “por ser enemigo de la verdad, de la ciencia y del progreso debe ser apartado de toda injerencia en la instrucción de la juventud”.
Otros, en cambio, renovando los errores, tantas veces condenados, de los protestantes, se atreven a decir, con desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior. Ni se avergüenzan al afirmar que “las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, sino se promulgan por la autoridad civil; que los documentos y los decretos de los Romanos Pontífices, aun los tocantes de la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación -o por lo menos del asentimiento- del poder civil; que las Constituciones Apostólicas -por las que se condenan las sociedades clandestinas o aquellas en las que se exige el juramento de mantener el secreto, y en las cuales se excomulgan sus adeptos y fautores- no tienen fuerza alguna en aquellos países donde viven toleradas por la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual con el civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a la Sagrada Teología y a los principios del Derecho Público que la propiedad de los bienes poseídos por las Iglesias, Órdenes Religiosas y otros lugares piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil”. No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, “que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil”. Ni podemos pasar en silencio la audacia de quienes, no pudiendo tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden “que a las sentencias y decretos de la Sede Apostólica, que tienen por objeto el bien general de la Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin pecado y sin ningún quebranto de la profesión de católico”. Esta pretensión es tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.
En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de Nuestra misión apostólica, y con gran solicitud por la religión, por la sana doctrina y por la salud de las almas a Nos divinamente confiadas, así como aun por el mismo bien de la humana sociedad, hemos juzgado necesario levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. Por lo tanto, todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas determinadamente especificadas en esta Carta, con Nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos; y queremos y mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas, proscritas y condenadas.
Aparte de esto, bien sabéis, Venerables Hermanos, como hoy esos enemigos de toda verdad y de toda justicia, adversarios encarnizados de nuestra santísima Religión, por medio de venenosos libros, libelos y periódicos, esparcidos por todo el mundo, engañan a los pueblos, mienten maliciosos y propagan otras doctrinas impías, de las más variadas.
No ignoráis que también se encuentran en nuestros tiempos quienes, movidos por el espíritu de Satanás e incitados por él, llegan a tal impiedad que no temen atacar al mismo Rey Señor Nuestro Jesucristo, negando su divinidad con criminal procacidad. Y ahora no podemos menos de alabaros, Venerables Hermanos, con las mejores y más merecidas palabras, pues con apostólico celo nunca habéis dejado de elevar nuestra voz episcopal contra impiedad tan grande.
Así, pues, con esta Nuestra carta de nuevo os hablamos a vosotros que, llamados a participar de Nuestra solicitud pastoral, Nos servís -en medio de Nuestros grandes dolores- de consuelo, alegría y ánimo, por la excelsa religiosidad y piedad que os distinguen, así como por el admirable amor, fidelidad y devoción con que, en unión íntima y cordial con Nos y esta Sede Apostólica, os consagráis a llevar la pesada carga de vuestro gravísimo ministerio episcopal. En verdad que de vuestro excelente celo pastoral esperamos que, empuñando la espada del espíritu -la palabra de Dios- y confortados con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, redobléis vuestros esfuerzos y cada día trabajéis más aún para que todos los fieles confiados a vuestro cuidado se abstengan de las malas hierbas, que Jesucristo no cultiva porque no son plantación del Padre. Y no dejéis de inculcar siempre a los mismos fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo Señor es su Dios. Enseñad que los reinos subsisten apoyados en el fundamento de la fe católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es, olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos plenamente libres. Tampoco omitáis el enseñar que la potestad real no se dio solamente para gobierno del mundo, sino también y sobre todo para la defensa de la Iglesia; y que nada hay que pueda dar mayor provecho y gloria a los reyes y príncipes como dejar que la Iglesia católica ponga en práctica sus propias leyes y no permitir que nadie se oponga a su libertad, según enseñaba otro sapientísimo y fortísimo Predecesor Nuestro, San Félix cuando inculcaba al emperador Zenón... Pues cierto es que le será de gran provecho el que, cuando se trata de la causa de Dios conforme a su santa Ley, se afanen los reyes no por anteponer, sino por posponer su regia voluntad a los Sacerdotes de Jesucristo

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de diciembre 1864, año décimo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios, año décimonono de Nuestro Pontificado.
P.P. PÍO IX

mercredi 6 août 2014

La unidad religiosa, encrucijada de la Teología y la Política

Hoy me permito presentar un pequeño experimento, por el que espero sepan perdonarme los puristas.

Se trata de un artículo publicado en la revista Verbo en 1989 por Don Rafael Gambra, con ocasión de tres efemérides de aquel año, el décimo cuarto centenario del III Concilio de Toledo, origen de nuestra unidad religiosa y nacional, el 2º centenario de la Revolución Francesa y el vigésimo quinto aniversario del Concilio Vaticano II.

El experimento consiste en “actualizar” el artículo, para lo cual solamente me he permitido extraer lo fundamental de lo expuesto, esquematizar algo el formato y sumar 25 años a los cómputos de tiempo.

El resultado es un análisis de la situación absolutamente actual, y un resumen perfecto del pensamiento político y religioso, dado que son aspectos inseparables, que comparto por completo:

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En el III Concilio de Toledo el rey godo Recaredo abjura del arrianismo para abrazar, junto con los obispos y magnates a él asistentes, la fe católica.

Pueblos y culturas diferentes se funden allí sobre cimientos religiosos firmes creando de este modo la comunidad histórica que durante mil cuatrocientos veinticinco años se ha llamado España.

A él se debió, ante todo, el efecto sobrenatural de la salvación de innúmeras almas arropadas en su fe por un ambiente religioso sin fisuras, pero también cuantiosas repercusiones, tanto nacionales como universales. Dentro de nuestra patria, el que ésta viviera durante tres siglos en paz interior, ajena a las luchas religiosas que asolaban a Europa y libre de las tensiones familiares y educativas que nacen de una pluralidad de confesiones.

En un ámbito universal, ella permitió una reconquista de nuestro suelo frente al Islam que conservará su sentido y empuje durante ocho siglos hasta una victoria final que salvaría para la Cristiandad los límites de Europa. Ella hizo posible la conquista y civilización de América que, católica por la fe unánime de sus protagonistas, se incorporará así a la Cristiandad occidental. Ella sostendrá en Europa la lucha contra la herejía, por cuya virtud Francia y Bélgica son hoy básicamente católicas. La lucha, asimismo, contra el turco, detenido en el sitio de Viena y en Lepanto por obra, en gran medida, de las armas españolas, salvando así a Europa y a América de ser hoy musulmanas. Ella inspiró al propio tiempo la gran reforma tridentina, de cuyos beneficios ha vivido la Iglesia hasta nuestra época.

A lo largo de la historia, los españoles tuvimos a honra la preservación de esa unidad religiosa católica desde la alta Edad Media hasta la época actual. Así se mantuvo, en efecto, hasta la vigente Constitución laica de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la II República.

Incluso las Constituciones liberales del siglo pasado, por más que afirmasen como origen del poder el propio pacto constitucional, incluían en el mismo la unidad religiosa y la confesionalidad católica del Estado como puntos primordiales de esa convención. Es decir, él rey y las leyes reconocieron siempre a la religión católica como religión oficial, y los cultos públicos, la enseñanza y las costumbres se regularon dentro de los supuestos básicos de la fe católica.

A quienes afirmamos hoy que es moralmente obligatorio y prácticamente necesario tratar de restablecer en España la confesionalidad del Estado y la unidad católica, se nos suelen oponer tres objeciones aparentemente de peso:

1.    La primera es de carácter a la vez teológico y psicológico, y tiene su origen remoto en el nominalismo ockhamista y en el protestantismo: ¿Por qué la Iglesia defendió siempre como necesaria la confesionalidad del Estado y valoró sobre toda otra situación la unidad religiosa de un pueblo? ¿Por qué se opuso en todo tiempo a la libertad religiosa en el fuero externo (libertad civil) y a la laicidad del Estado? Si la fe es una virtud teologal, infusa en cada alma, y la profesión religiosa es lo más íntimo o personal del hombre, ¿por qué no ha de disponer éste de la más absoluta libertad de conciencia, de práctica y de expresión religiosas? ¿Por qué no admitir una completa independencia entre el orden civil y el religioso, entre el Estado y la Iglesia?

2.    La segunda objeción es de carácter fáctico, existencial o histórico: De hecho la unidad religiosa no existe ya en la sociedad, ni siquiera en España, donde una gran parte de la población es ajena a la práctica del catolicismo, sea por indiferencia o descreimiento, sea por adhesión al marxismo ateo, sea por la propaganda reciente de otras religiones. Tan utópico como implantar la unidad católica en Japón sería implantarla hoy en cualquier latitud del planeta.

3.    La tercera objeción se basa en un argumento de autoridad eclesiástica: la propia Iglesia, en la Declaración Dignitatis humarme del Concilio Vaticano II, ha decretado la libertad religiosa en el fuero externo de las conciencias y presionado sobre los gobiernos católicos para que la establezcan legalmente.
 
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Para responder a estas objeciones parece necesario aclarar previamente lo que entendemos por unidad religiosa. La unidad religiosa y la confesionalidad del Estado no suponen imponer a nadie una fe religiosa (lo que es moralmente ilícito y físicamente imposible), ni menos aún, su práctica. Ni siquiera prohibir el culto privado - o público localizado - de otras religiones. Supone, sí, que las leyes se atengan a una moral inmutable cuyo cimiento religioso se basará, en último término, en los Mandamientos de la Ley de Dios. Y que el Estado profesará y protegerá la religión católica como única verdadera y exteriorizable públicamente.

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Aclarado esto, nos cumple responder a aquellas tres objeciones.

Diremos a la primera: El primer y fundamental de los Mandamientos que obligan al hombre es el de amar a Dios sobre todas las cosas, y esto le obliga, tanto en el plano individual, como en el colectivo o social. Porque el hombre es social por naturaleza, y no cabe distinguir una naturaleza individual sujeta al deber religioso y otra social exenta de tal vínculo, es decir, religiosamente neutra. El cristiano debe formar una sociedad cristiana, con leyes, instituciones y costumbres inspiradas en su fe o, al menos, no hostiles a ella. Y lo mismo que en el plano personal tiene el cristiano obligación de preservar su fe, de no exponerla a peligros, así también asiste al gobernante católico el deber de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión.

Al igual que el hombre no puede subsistir físicamente en estado de aislamiento, sin ayuda de la sociedad, así tampoco la fe y la virtud pueden conservarse ambientalmente sin el apoyo de un medio adecuado que está formado por la estructura familiar, las costumbres y las instituciones cristianas.

La expansión del cristianismo en sus primeros siglos frente al Imperio romano y frente a las propias pasiones humanas tuvo un cierto carácter milagroso, como lo tuvieron las súbitas conversiones de los pueblos bárbaros. Pero no pueden pedirse milagros cuando está en la mano - y en el deber - de los hombres preservar y ampliar el patrimonio de fe que han heredado de sus padres. Para Platón, la ciudad (la polis) es, ante todo, un sistema de adecuación (paideia), y no cabe una trasmisión moral sin una previa comunión religiosa.

Si este deber de formar sociedad religiosa fuera susceptible de más o de menos, reconoceríamos un caso cumbre en la génesis de nuestra propia patria, nacida de los reductos primeros de la Reconquista, cuyo factor diferencial fue precisamente el cristianismo, como religioso fue el sentido de su lucha.

Pero esto, además de un deber religioso, es para el hombre una necesidad práctica en el orden político: si la vida social y las leyes dejan de apoyarse en unos principios trascendentes para convertirse en opinión y sufragio, todo queda sometido a discusión, y el desorden moral y civil crece hasta hacerse incontenible. Como acaeció a los romanos en su última decadencia, llega el momento en que la sociedad no soporta ni sus males ni sus remedios.

No puede subsistir, en efecto, un gobierno estable que no se asiente en lo que se ha llamado una «ortodoxia pública», es decir, un punto de referencia que permita apelar a criterios superiores de autoridad y obligatoriedad, base de las instituciones, las leyes y las sentencias. Y un consenso ambiental - más o menos consciente - sobre las normas de conducta y los valores vigentes en esa sociedad, normas que van más allá de la mera voluntad humana o de la utilidad pública. Al igual que toda civilización histórica se ha formado siempre en torno a una vivencia religiosa (piénsese en la Cristiandad o en el Islam), el gobierno de los hombres ha de poseer una referencia última a ese cimiento religioso o sacral. Cuando éste falta o se niega - como en la democracia moderna - se cae en el puro positivismo jurídico, y se vive de lo que quede de fe ambiental en las conciencias, en las familias y en las costumbres. Cuando nada queda ya, todo se hace incierto y discutible, y la sociedad se desmorona.

La pérdida de la unidad religiosa es el origen de la actual disolución - más o menos rápida - de las nacionalidades y civilizaciones. La democracia moderna es el régimen nacido de la Revolución Francesa. En él se elimina del mundo moral y político cuanto trascienda al hombre mismo: ya no existirán principios superiores ni imperativos de validez absoluta; todo será relativo al hombre y a las mayorías, meras opiniones computables en el sufragio y cambiantes por su misma naturaleza. La Revolución va a representar en el orden político lo que el pecado original supuso para la naturaleza humana.

Los revolucionarios de París rechazan el fundamento religioso de la sociedad y adoran a la diosa Razón en figura de una prostituta encaramada en el altar de la catedral de París. La Convención establecerá que la sociedad es un mero acuerdo entre los hombres que se regirá por la Voluntad General sin referencia alguna religiosa. Tal es el sentido de la Convención (contrato) o Constitución.

El antiguo régimen cristiano es simbólicamente guillotinado en la persona del rey y del clero y la nobleza que lo representaban. El genocidio se extenderá bajo el Terror a todo sospechoso de fidelidad a la fe o a la monarquía. Se fundaba así el nuevo Estado laico, liberal y democrático: la sociedad nueva basada en la voluntad humana y no en la ley de Dios. La Revolución francesa se universaliza merced a la expansión napoleónica y a las sociedades secretas («sociedades de pensamiento») de corte masónico.

Este régimen «de opinión», antropocéntrico y relativista, excluye de la política al cristiano consciente. Sólo podrá participar en ella desde partidos de oposición, no ya al gobierno, sino al sistema mismo; es decir, desde partidos marginales de carácter meramente testimonial. Porque, por principio, el católico no puede admitir la Voluntad General como fuente de la ley y de poder.

En rigor, excluye también al hombre mismo, a todo hombre sinceramente interesado en la labor política al destruir la consistencia misma de esa labor.

¿Quién edificará con fe y empeño si sabe que construye sobre arena movediza, que cuanto afirme o establezca no poseerá más vigencia y validez que la opinión mudable de las mayorías? El régimen de partidos o de opinión elimina en la política el sentido de la acción al negar objetivos y referencias válidas por sí mismas, y elimina la estabilidad o consistencia que toda obra humana requiere, al menos en su intención. La política deja así de ser empresa humana para convertirse en juego de partidos y profesión de políticos.

Cuando se establece la democracia moderna como sistema y se acepta la «libertad religiosa» (y el consecuente laicismo de Estado), resulta ya imposible mandar ni prohibir cosa alguna.

¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo e indisoluble? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia o el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia militar, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas? Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera – incluso inventada o individual - que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Qué límite podrá poner d Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá sino declararse adepto a múltiples religiones orientales o al Islam o a los mormones. Quien desee practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que quiera practicar el nudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servido militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos.

La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que no recurra a la arbitrariedad y la fuerza) se hace así patente. La llamada «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.

Mientras esto llega - y está a la vista en el horizonte histórico - la religión verdadera pierde rápidamente audiencia al verse privada del apoyo de las leyes y las costumbres, al ser relegada a la condición de una opción entre mil y enfrentada al estallido de las pasiones. Y otras religiones - sobre todo las ocultistas e hinduistas - ocupan en el corazón de los hombres el puesto que ha dejado, por su propia abdicación, la religión de sus padres y de su civilización.

De donde se deduce que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosamente constituida, ni el poder público puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior – religiosa - de común aceptación.

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La segunda objeción se refería, como dijimos, a la imposibilidad de restablecer la unidad religiosa en España porque, de hecho, esta unidad se ha perdido en la sociedad contemporánea y sobre una sociedad «plural» no se puede gobernar confesionalmente.

A ello cabe responder: cuando decimos que el pueblo español sigue siendo, no sólo histórica, sino básica y visceralmente católico, no ignoramos el gran proceso de descristianización que ha sufrido de un siglo a esta parte, ni cómo ese proceso se ve hoy intensamente reforzado. No obstante lo cual:

a)    Ninguna otra religión se ha afianzado en nuestra patria desde tiempos de Recaredo ni ha obtenido más que adhesiones muy localizadas y pasajeras. Tampoco ha brotado de nuestro suelo ninguna otra religión ni aun herejía, por más que algunas de éstas hayan encontrado cierto eco.

b)    Si en una hipótesis, un inmenso cataclismo (un terremoto generalizado o una guerra atómica, como ejemplos) se abatiera sobre nuestro suelo, el 80 % de sus habitantes recurriría al Cielo bajo los nombres de Cristo y de su Santísima Madre. Y el 20 % restante lo haría cuando el peligro fuera para ellos inminente. Nadie, por supuesto, invocaría a otro Dios ni bajo otros nombres, y casi ninguno moriría conscientemente sin esa invocación. Por más que esta reacción respondiera en muchos casos al miedo, no deja por eso de revelar la mentalidad religiosa profunda de la casi totalidad de la población.

Caso distinto sería si estos hechos no fueran ciertos y coexistieran entre nosotros varias confesiones, como sucede en otros países. En tal caso la prudencia política del gobernante exigiría una libertad religiosa dentro de los límites en que esas confesiones convengan entre sí, pero nunca una completa laicidad del Estado.

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La tercera objeción, en fin, esgrimía la autoridad del Concilio Vaticano II que, en su Declaración Dignitatis humanae, parece consagrar como derecho humano jurídicamente respetable la libertad religiosa y el consiguiente «pluralismo político».

Las ideas liberales y democráticas de la Revolución francesa prendieron a mitad del siglo pasado en sectores intelectuales y del clero en el seno de la propia Iglesia. Es el movimiento llamado «modernismo» o catolicismo liberal que culminará en la obra de J, Maritain, para quien la verdadera cristiandad debe ser un orden laico sin otra impregnación religiosa que la proveniente de la actuación personal de sus miembros. Estos movimientos laicizadores fueron reprimidos por la Iglesia en su versión modernista hasta el Concilio Vaticano II.

En éste triunfa la fracción liberal-modernista y se decreta la llamada «libertad religiosa»: la equiparación civil de todas las religiones como asunto privado ante la ley neutralista del Estado laico. A partir de este momento la jerarquía eclesiástica toma sus distancias respecto a los Estados católicos, o, más bien, procura su desaparición.

Al propio tiempo un vago humanismo o culto al hombre se entremezcla con un cada vez más diluido culto a Dios, determinando un rápido declive en la fe ambiental y en las instituciones eclesiásticas.

A esa declaración conciliar Dignitatis humanae cabe replicar: es cierto que ese documento establece más o menos oscuramente la libertad religiosa en el fuero externo a las conciencias, y también que el sector progresista dominante hoy en la Iglesia lo ha utilizado para procurar el desmantelamiento de la unidad católica y de la confesionalidad del Estado en los países en que existían.

Sin embargo, ese concilio se declaró a sí mismo como meramente «pastoral» y «no dogmático». Y su doctrina se opone en este punto a la de todos los concilios anteriores (éstos, sí, dogmáticos) y a todas las encíclicas papales (algunas también dogmáticas).

La decisión no ofrece duda. Basta hacer un cotejo entre la declaración Dignitatis humanae y la encíclica Quanta cura de Pío IX, para apreciar sin ningún género de duda que lo que la una decreta coincide casi en los mismos términos con lo que la otra condena.

Por otra parte, una declaración es el rango menor entre las disposiciones de que consta el Concilio. Cabe interpretarla como una mera directiva circunstancial, táctica de «pastoral», que, como toda táctica, ha de probar en la práctica su eficacia y validez.

No faltan autores para quienes la formación de un criterio en esta materia no requiere llegar a esos extremos, ya que bastaría una recta interpretación del texto conciliar para ponerlo de acuerdo con la doctrina anterior. Una y mil veces nos dicen estos autores que no hemos entendido el sentido y el alcance verdaderos de esa declaración. De Roma ha venido reiteradamente la incitación a que sea interpretada «de acuerdo con la tradición». Muchos autores católicos derrochan prodigios de ingenio para hallarle un sentido en consonancia con la secular doctrina anterior.

Mientras tanto, otros, los progresistas que redactaron la declaración y que la aplican, han destruido en su nombre cuanto quedaba en el mundo de unidad católica y de confesionalidad en los Estados.

A todo esto, dicho texto conciliar cumple ahora 50 años. Si durante medio siglo multitud de personas medianamente cultas no han alcanzado a encontrarle un sentido compatible con la tradición, si son múltiples las interpretaciones vigentes, ¿podrá alguien dudar de que ese texto es, cuando menos, confuso o ambiguo, carente de la claridad y precisión que su importancia requeriría, a la que tiene derecho él pueblo fiel a quien va dirigido? Reiterar una y mil veces que no lo hemos entendido constituye, al cabo de 50 años, una ofensa contra la inteligencia más elemental de una extensa parte del pueblo fiel. En tal caso, ¿no entrará en las obligaciones de la autoridad el redactarlo de nuevo, precisarlo, rectificarlo si es necesario?

Pero la triste y descarnada verdad es que el texto es suficientemente claro, no reviste oscuridad ni se presta más que a una interpretación. Sólo que esa interpretación obvia es inconciliable con la doctrina anterior; es su contradicción literal, más aún si se relaciona con la Constitución conciliar Gaudium et spes, que es su filosofía.

Cabe también juzgar esa declaración por sus efectos, aplicándole la norma de juicio que el mismo Cristo nos enseñó: por sus frutos tos conoceréis. Y ello con la perspectiva indiscutible que nos ofrece ya medio siglo de su aplicación. Y esos efectos son ruinas de ruinas por doquier. No hay dogma, ni norma, ni costumbre de la Iglesia que se haya visto discutido y contestado. El catolicismo ha retrocedido en su ámbito más que lo que retrocedió en las más crueles invasiones de la historia. Compárese la situación moral y religiosa actual de cualquier parroquia, de las órdenes religiosas, de las familias, de los pueblos... con la de hace cincuenta años y la impresión resultará desoladora. Y más acusadamente en los países y regiones donde la influencia de la Iglesia era mayor.


El día - si llega - en que el hombre occidental emprenda su camino de Damasco, es decir, en que, desengañado de la Ciudad del Hombre, busque de nuevo la Ciudad de Dios, habrá de recorrer en sentido inverso y rectificándolas tanto las consecuencias de la Revolución Francesa como las del Concilio Vaticano II.

Ante todo, retornando la Iglesia a la doctrina política que siempre mantuvo: la necesidad de que la vida del hombre - tanto individual como colectiva - se funde en principios religiosos, en la Ley de Dios.

En segundo término, abjurando del racionalismo ateo de la Revolución y abrazando aquello que para España representó el III Concilio de Toledo: la fundamentación del hombre y de la sociedad humana bajo el dulce yugo de la ley divina.


Haga Dios que los terribles acontecimientos que se prodigan en estos tiempos, sirvan a la humanidad - y ante todo a la Iglesia – como punto de reflexión para rectificar los caminos torcidos y reencontrar la luz de la verdadera paz.